domingo, 21 de marzo de 2010


Y ahí me tienes, sentada en un banco observando todas esas flores. De todos los colores, olores, todas preciosas, llamativas y vitales. Girasoles, violetas, geranios, margaritas, amapolas... Todas resplandecientes a la luz del sol. Pero entre todas esas, hay una que yo no puedo dejar de mirar. Y la deseo. Quiero que sea mía. La deseo quizá como un capricho, como el niño pequeño que coge una rabieta y patalea en el suelo porque no consigue lo que quiere. O quizá la desee como el más claro deseo carnal, con ganas de tocarla, de acariciarla, lamerla, besarla y subir al cielo con ella. O puede que la desee de forma pura, por el aura que desprende de sencillez y elegancia a la vez, de saber querer y ser querida. Todas las flores de su alrededor, por bonitas, siguen pareciendo grises y apagadas. Y esa, esa rosa, esa magnífica rosa está abierta ante los rayos del sol, y incluso éstos mismos brillan menos que ella. Ese color rojo pasión perfecto hace que mi sangre hierva y mi corazón se acelere de una forma incontrolable. Esos pétalos tan armoniosamente puestos uno sobre otro y entre sí, provocan en mi un estremecimiento inexplicable con palabras y sin ningún tipo de racionalidad en su efecto... Y yo, solo me puedo permitir el lujo de desearla en secreto. Me muero de ganas de acercarme a ella y poder tomarla, pero sé que sus espinas se clavarían en mi y me provocarían un dolor tremenda y horriblemente intenso. Y no podría ser de otra manera, cuando mi rango en la botánica es el de simple hierbajo destinado a ser ahogado en las llamas...

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